El periodista ha sido, desde siempre, una fuente de inspiración para los guionistas de todos los países y épocas. Al atractivo de su quehacer diario se suma siempre ese halo detectivesco propio de las buenas historias que, soñamos, acechan, a cada instante, la existencia y pulcra cotidianeidad de los habitantes de las redacciones en las que se palpa el pulso de lo social.Lo que podríamos tildar como un oficio en el que recae fiduciariamente la formación de la Opinión Pública u opinión generada por y para el pueblo, las más de las veces eidética de la publicada, se ve encarnado, en la gran pantalla, por personajes plenos de claro-oscuros vitales, morales, situacionales y profesionales.En este punto no recaería lo que de radicalmente propio posee este tipo de cine, género en sí, si atendemos a las voces de los puristas de la séptima arte, sino en el gradiente de compromiso para con la sociedad que, de suyo, es inherente a una profesión que se vanagloria en definirse como notaria de la realidad.Así, la sociedad en su conjunto, trasmutada en espectadora, al acercarse más o menos ficcionalmente a la situación en que muchos de los informadores trabajan, puede comprender mejor qué alto grado de importancia alcanza eso que hemos dado en llamar ciencias de la información como última barrera de defensa del mundo libre frente a los poderes, fácticos o no, que amenazan con sojuzgarlo a sus intereses.El cine, por lo tanto, aportaría una Tercera Dimensión a este cuarto poder que tanto hace, o debería hacer, por mantener fuera del limo de la mentira, del fango de los intereses, al destinatario último de sus mensajes: el ciudadano, a la vez fuente y razón de ser. Restemos la ficción -a veces no tanta como supondríamos-, eliminemos los oropeles de la imagen, detraigamos los aspectos espectaculares y quedémonos con la esencia de una labor tan necesaria como la propia democracia para nuestras vidas.